Perder una pierna no es perder la pasión por la vida
Por Darío Jaramillo Agudelo. Poeta y escritor colombiano*
Una mina que no estaba destinada a él le cambió el cuerpo radicalmente. Ocurrió cerca de Bogotá en 1989. Sin embargo, decidió que al mal tiempo buena cara: ni la bronca ni la tristeza lograron embargar su futuro.
Extraña sensación. El autor de este texto leyendo en la biblioteca de su casa, en Bogotá. La pierna ortopédica genera una rara paradoja: es y no es parte de su cuerpo.
Extraña sensación. El autor de este texto leyendo en la biblioteca de su casa, en Bogotá. La pierna ortopédica genera una rara paradoja: es y no es parte de su cuerpo.
Cuando estaban en plena cirugía, me despertó el ruido de un serrucho que amputaba mi pierna derecha debajo de la rodilla. Me caía una luz enceguecedora sobre la cara medio cubierta por una sábana blanca, pero aun con lo intensa, lo principal no era la luz sino el sonido ronco del serrucho que manipulaba el cirujano. Estaba en plena operación, una operación que yo había decidido. Ya no había marcha atrás. Saldría monópodo de allí.
El anestesista notó que yo había vuelto de mi inconsciencia y me tranquilizó. Me preguntó si sentía dolor. Le dije que no. Dijo que me pondría más anestesia y que yo me volvería a dormir . Las cosas ocurrirían como si yo estuviera ausente.
Todo había comenzado casi dos meses atrás, el último domingo de enero de 1989. Ese día me invitó Fernando Martínez Sanabria –arquitecto, autor del diseño de la plaza Bolívar de Bogotá, murió en 1991– a almorzar en Las Mercedes, su criadero de caballos de carreras, unos cuarenta minutos al norte de Bogotá. Todo había sido espléndido : la comida, la charla, la música.
Eran años de mucha violencia en Colombia. Todas las guerras estaban activadas. El ejército contra varias guerrillas, contra las Farc, contra el M-19, contra el ELN. Y van tres. También las guerras contra los capos de la cocaína . Y las guerras entre los varios capos.
Sin embargo, a aquel lugar, Sopó, en la Sabana de Bogotá, no había llegado ninguna de aquellas contiendas. Estábamos en un remanso de paz , parecíamos inexpugnables. No había nada que temer, le había dicho Fernando a sus invitados franceses, unos músicos que habían venido a Bogotá a dar un concierto.
A la hora de salir, todavía con la luz del día, todos nos montamos en la camioneta de nuestro invitante; yo iba de copiloto al lado de Martínez, que conducía. La portada del criadero quedaba a unos doscientos metros de la casa. Al llegar, Fernando me dio las llaves para que yo abriera la puerta.
Mi tarea consistía en abrir el candado, correr la puerta, esperar el paso de la camioneta y volver otra vez a cerrar de nuevo, pero no logré completar la operación, mejor, no pude ni siquiera comenzarla: en el momento en que puse la llave en el candado, se activó una descarga de pólvora, metralla y piedras que se encontraban debajo de mi pie derecho.
Mientras sonaba una explosión todavía más ensordecedora por lo inesperada, yo volé por los aires unos diez metros y caí en la cuneta, lejos del portal. No tengo conciencia del vuelo, pero sí recuerdo con nitidez que, ya en el piso, tras un parpadeo, me dije algo así como ‘estoy vivo’ o ‘no me morí’.
¿Quién fue?, me preguntaron después muchas veces. Y yo no tenía respuesta. No la tengo. Hubo una investigación judicial que no llegó a nada. Hubo sospechas, la más repetida, que alguien estaba interesado en espantar a Fernando del criadero para usar en secreto a los finísimos padrillos ingleses que allí vivían.
Uno de los efectos colaterales de esa epidemia de guerras es que muchos quieren resolver los conflictos con violencia. A mí no me inquietó nunca saber quién fue : soy empecinadamente realista y supe desde entonces que la revelación del nombre del responsable no me devolvería mi pierna. Me quedé sin a quien odiar.
Vi cómo de la parte de atrás de la camioneta un amigo se bajaba y venía hacía mí.
No recuerdo con precisión los minutos siguientes. Sé que, en ese instante, el problema pasaba por encontrar las llaves que permitieran la salida de la camioneta.
Lo que recuerdo enseguida, entre los baches de memoria que quemó la explosión, es que ya vamos hacia Bogotá, ya estamos en la autopista norte, yo meto la mano en la chaqueta y encuentro un casete de piano de Chopin tocado por Ashkenazi. Se lo entrego a Fernando y le pido que lo ponga (siempre he pensado que no me desangré gracias a la calma que nos dio Chopin).
Cuando desperté de nuevo, me encontraba en la unidad de cuidados intensivos de la Clínica Santa Fe. Yo creía que había transcurrido una noche y que era lunes. Pero no.
Llevaba cuatro noches allí y era jueves. Fue entonces cuando me di cuenta de lo que me había pasado. Tenía inmovilizada la pierna derecha y la parte que alcancé a ver de ella estaba chamuscada y ennegrecida. También tenía quemaduras en la otra pierna y en las manos.
Me dijeron los médicos que la razón para tenerme tantos días allí no era la pierna, ni las quemaduras, sino las infecciones. Estaba invadido por todas las bacterias, todos los virus , todos los bichos y todos los gérmenes patógenos que pululan en la cuneta de un terreno donde habitan nobles caballos pura sangre inglesa. En ese momento mi médico de cabecera no era el ortopedista sino el infectólogo.
El dolor siempre sucede en presente. Y si es intenso, absorbe todo el presente. Nada sucede distinto al dolor y, al recordar esos momentos, no existe recuerdo distinto al recuerdo del dolor. No sucedió –pareciera– ninguna otra cosa, sólo dolor.
La decisión de amputarme no la hice yo –yo no era capaz de hacerla, estaba absorbido por el dolor–. Y la evidencia de que ya no tenía pie derecho la tendría mucho después, rodando por una escalera.
Yo no era sino dolor. Quieto, inmóvil en la cama, sentía dolor.
Me movía y sentía dolor . El dolor estaba antes que cualquier cosa que oyera, que cualquier cosa que pasara. Quería dormir sólo para que el dolor durmiera.
Pasó todo febrero en la lucha contra las infecciones y en el control del dolor. Dos veces me llevaron a cirugía donde me quitaron partes de mi pierna que más me perjudicaba tener que no tener.
A principio de marzo el ortopedista me contó que había perdido totalmente varios huesos del pie. Habían volado el astrágalo, el calcáneo y el escafoides. Me dijo que tenía dos caminos: podían dejar la pierna, lo que quedaba de la pierna y hacer varias cirugías espaciadas en unos dos años; quedaría con mi pierna, cojo, en caso de que fuera exitosa la reconstrucción que me proponían. O, segundo, una solución más drástica, podían amputarme debajo de la rodilla y usar una prótesis en adelante.
Yo no sabía qué camino tomar: recurrí a médicos que me conocían de toda la vida, un tío mío, un amigo del colegio. Ambos, cada uno por aparte, decidieron por mí. No dudaron, ninguno de los dos dudó, en aconsejarme la amputación . Hoy en día pienso que fue la decisión correcta. Ahora, con respecto a la no-pierna, mi problema principal es reemplazar la prótesis cada equis tiempo; a veces la presencia del dolor fantasma; y nada más.
Lo que más me ayudó en la clínica fue el afecto y el humor de los míos. Un afecto nada sentimental, todo lo contrario, ineludiblemente realista. Y de ese realismo se derivaba un sentido del humor que le quitaba al asunto los visos de tragedia que podía tener.
Varias veces he intentado hacer un recuento de las cosas que me dijeron. Lo más hermoso provino de dos poetas. Desde Medellín me escribió el poeta Elkin Restrepo: “ estoy rezando para que te crezca otra ”. Y el poeta cucuteño David Bonells me mandó una nota que decía: “Dios bendiga el aire que ahora pisas”.
En cuanto a las humoradas, éstas fueron muchas. Una amiga mía me preguntó: “Si fueras un ciempiés, qué serías ahora, ¿un noventa y nueve pies o un cincuenta pies?”. Otra se preocupaba: ¿qué será de mí el día de la resurrección de los muertos, cuando despierte sin pie y sin muletas?; entonces, ¿qué? En total, en ese tiempo entré seis veces a la sala de cirugía. Los momentos más duros de estas operaciones eran la sala de recuperación y el segundo día. Todos los pacientes salían de la sala de cirugía a la sala de recuperación. Allí uno se despertaba sin saber ni dónde estaba , ni por qué. Sin saber cómo me llamaba. Ese lugar era la sede de una angustia metafísica que sonaba a los ayes de todos los que allí estaban.
Después alguien lo rescataba a uno y se lo llevaba para su habitación hospitalaria que, en esos momentos, era lo más acogedor de la tierra. En cuanto al segundo día, las seis veces me ocurrió, era siempre el peor momento, una mezcla de dolor y soledad, una mezcla de impotencia y más dolor.
Salí de la clínica a fines de mayo, después de catorce semanas. Lo que siguió fue aprender a manejar unas muletas , a subir y bajar rampas y escaleras. Siguió aprender a valerme por mí mismo en las rutinas diarias, siguió un intenso tratamiento de fisioterapias para fortalecer los músculos destonificados por tanta quietud.
Cuando me preguntan si sentí rabia reboto en un instante preciso. Ya había salido de la clínica y me dedicaba a aprender a caminar con muletas. Estaba intentando subir una escalera, cuando me caí y rodé cuatro o más escalones . Lloré. Lloré por primera vez. Lloré desconsoladamente. Lloré de impotencia, de frustración. Lloré con la rabia del que creía que podía y no pudo.
Creo que lloré largo rato, hasta que las lágrimas se agotaron y entonces me levanté con rabia, con odio a mí mismo, con desprecio a mi impotencia, y tomé las muletas y subí y bajé las escaleras con el empecinamiento de quien fue derrotado antes. Durante esos entrenamientos me caí otras dos o tres veces y ya no lloré sino que pasé directamente de la caída a la rabia y de la rabia a otra sesión de ejercicios.
Fueron dos meses de reflexión en frío, de mirarme cómo soy ahora. Escribí, la fecha dice mayo/89, un poema titulado Desollamientos : Sin pie mi cuerpo sigue amando lo mismo y mi alma se sale al lugar que ya no ocupo, fuera de mí: no, no hay aquí símbolos, el cuerpo se acomoda a la pasión y la pasión al cuerpo que pierde sus fragmentos y continúa íntegro, sin misterios incólume.
Contra la muerte tengo la mirada y la risa, soy dueño del abrazo de mi amigo y del latido sordo de un corazón ansioso.
Contra la muerte tengo el dolor en el pie que no tengo, un dolor tan real como la muerte misma y unas ganas enormes de caricias, de besos, de saber el nombre propio de un árbol que me obsede, de aspirar un perdido perfume que persigo, de oír ciertas canciones que recuerdo a fragmentos, de acariciar mi perro, de que timbre el teléfono a las seis de la mañana, de seguir este juego.
Estrené mi primera prótesis el día de mi cumpleaños 42, el 28 de julio de 1989, seis meses después de haber volado por los aires. Desde entonces he tenido ocho o nueve (de modo que el chiste del ciempiés será verdad algún día).
Siempre el proceso es el mismo: al principio el aprendizaje en el que mi muñón se acomoda –heridas y dolores de por medio– a la nueva horma. Luego un tiempo, equivalente a la vida útil de la pata nueva, en que convivimos refundidos , ella hace parte de mí, no pienso en ella, me la puedo poner dormido para ir al baño a medianoche, en fin, somos una sola carne, o un solo metal, salvo para meterme en la ducha o para dormir. Porque, sí, adivinaron, suelo dormir a pierna suelta.
*Entre sus libros destacan “Gatos”, “Cuadernos de música” y “Memorias de un hombre feliz”.
El anestesista notó que yo había vuelto de mi inconsciencia y me tranquilizó. Me preguntó si sentía dolor. Le dije que no. Dijo que me pondría más anestesia y que yo me volvería a dormir . Las cosas ocurrirían como si yo estuviera ausente.
Todo había comenzado casi dos meses atrás, el último domingo de enero de 1989. Ese día me invitó Fernando Martínez Sanabria –arquitecto, autor del diseño de la plaza Bolívar de Bogotá, murió en 1991– a almorzar en Las Mercedes, su criadero de caballos de carreras, unos cuarenta minutos al norte de Bogotá. Todo había sido espléndido : la comida, la charla, la música.
Eran años de mucha violencia en Colombia. Todas las guerras estaban activadas. El ejército contra varias guerrillas, contra las Farc, contra el M-19, contra el ELN. Y van tres. También las guerras contra los capos de la cocaína . Y las guerras entre los varios capos.
Sin embargo, a aquel lugar, Sopó, en la Sabana de Bogotá, no había llegado ninguna de aquellas contiendas. Estábamos en un remanso de paz , parecíamos inexpugnables. No había nada que temer, le había dicho Fernando a sus invitados franceses, unos músicos que habían venido a Bogotá a dar un concierto.
A la hora de salir, todavía con la luz del día, todos nos montamos en la camioneta de nuestro invitante; yo iba de copiloto al lado de Martínez, que conducía. La portada del criadero quedaba a unos doscientos metros de la casa. Al llegar, Fernando me dio las llaves para que yo abriera la puerta.
Mi tarea consistía en abrir el candado, correr la puerta, esperar el paso de la camioneta y volver otra vez a cerrar de nuevo, pero no logré completar la operación, mejor, no pude ni siquiera comenzarla: en el momento en que puse la llave en el candado, se activó una descarga de pólvora, metralla y piedras que se encontraban debajo de mi pie derecho.
Mientras sonaba una explosión todavía más ensordecedora por lo inesperada, yo volé por los aires unos diez metros y caí en la cuneta, lejos del portal. No tengo conciencia del vuelo, pero sí recuerdo con nitidez que, ya en el piso, tras un parpadeo, me dije algo así como ‘estoy vivo’ o ‘no me morí’.
¿Quién fue?, me preguntaron después muchas veces. Y yo no tenía respuesta. No la tengo. Hubo una investigación judicial que no llegó a nada. Hubo sospechas, la más repetida, que alguien estaba interesado en espantar a Fernando del criadero para usar en secreto a los finísimos padrillos ingleses que allí vivían.
Uno de los efectos colaterales de esa epidemia de guerras es que muchos quieren resolver los conflictos con violencia. A mí no me inquietó nunca saber quién fue : soy empecinadamente realista y supe desde entonces que la revelación del nombre del responsable no me devolvería mi pierna. Me quedé sin a quien odiar.
Vi cómo de la parte de atrás de la camioneta un amigo se bajaba y venía hacía mí.
No recuerdo con precisión los minutos siguientes. Sé que, en ese instante, el problema pasaba por encontrar las llaves que permitieran la salida de la camioneta.
Lo que recuerdo enseguida, entre los baches de memoria que quemó la explosión, es que ya vamos hacia Bogotá, ya estamos en la autopista norte, yo meto la mano en la chaqueta y encuentro un casete de piano de Chopin tocado por Ashkenazi. Se lo entrego a Fernando y le pido que lo ponga (siempre he pensado que no me desangré gracias a la calma que nos dio Chopin).
Cuando desperté de nuevo, me encontraba en la unidad de cuidados intensivos de la Clínica Santa Fe. Yo creía que había transcurrido una noche y que era lunes. Pero no.
Llevaba cuatro noches allí y era jueves. Fue entonces cuando me di cuenta de lo que me había pasado. Tenía inmovilizada la pierna derecha y la parte que alcancé a ver de ella estaba chamuscada y ennegrecida. También tenía quemaduras en la otra pierna y en las manos.
Me dijeron los médicos que la razón para tenerme tantos días allí no era la pierna, ni las quemaduras, sino las infecciones. Estaba invadido por todas las bacterias, todos los virus , todos los bichos y todos los gérmenes patógenos que pululan en la cuneta de un terreno donde habitan nobles caballos pura sangre inglesa. En ese momento mi médico de cabecera no era el ortopedista sino el infectólogo.
El dolor siempre sucede en presente. Y si es intenso, absorbe todo el presente. Nada sucede distinto al dolor y, al recordar esos momentos, no existe recuerdo distinto al recuerdo del dolor. No sucedió –pareciera– ninguna otra cosa, sólo dolor.
La decisión de amputarme no la hice yo –yo no era capaz de hacerla, estaba absorbido por el dolor–. Y la evidencia de que ya no tenía pie derecho la tendría mucho después, rodando por una escalera.
Yo no era sino dolor. Quieto, inmóvil en la cama, sentía dolor.
Me movía y sentía dolor . El dolor estaba antes que cualquier cosa que oyera, que cualquier cosa que pasara. Quería dormir sólo para que el dolor durmiera.
Pasó todo febrero en la lucha contra las infecciones y en el control del dolor. Dos veces me llevaron a cirugía donde me quitaron partes de mi pierna que más me perjudicaba tener que no tener.
A principio de marzo el ortopedista me contó que había perdido totalmente varios huesos del pie. Habían volado el astrágalo, el calcáneo y el escafoides. Me dijo que tenía dos caminos: podían dejar la pierna, lo que quedaba de la pierna y hacer varias cirugías espaciadas en unos dos años; quedaría con mi pierna, cojo, en caso de que fuera exitosa la reconstrucción que me proponían. O, segundo, una solución más drástica, podían amputarme debajo de la rodilla y usar una prótesis en adelante.
Yo no sabía qué camino tomar: recurrí a médicos que me conocían de toda la vida, un tío mío, un amigo del colegio. Ambos, cada uno por aparte, decidieron por mí. No dudaron, ninguno de los dos dudó, en aconsejarme la amputación . Hoy en día pienso que fue la decisión correcta. Ahora, con respecto a la no-pierna, mi problema principal es reemplazar la prótesis cada equis tiempo; a veces la presencia del dolor fantasma; y nada más.
Lo que más me ayudó en la clínica fue el afecto y el humor de los míos. Un afecto nada sentimental, todo lo contrario, ineludiblemente realista. Y de ese realismo se derivaba un sentido del humor que le quitaba al asunto los visos de tragedia que podía tener.
Varias veces he intentado hacer un recuento de las cosas que me dijeron. Lo más hermoso provino de dos poetas. Desde Medellín me escribió el poeta Elkin Restrepo: “ estoy rezando para que te crezca otra ”. Y el poeta cucuteño David Bonells me mandó una nota que decía: “Dios bendiga el aire que ahora pisas”.
En cuanto a las humoradas, éstas fueron muchas. Una amiga mía me preguntó: “Si fueras un ciempiés, qué serías ahora, ¿un noventa y nueve pies o un cincuenta pies?”. Otra se preocupaba: ¿qué será de mí el día de la resurrección de los muertos, cuando despierte sin pie y sin muletas?; entonces, ¿qué? En total, en ese tiempo entré seis veces a la sala de cirugía. Los momentos más duros de estas operaciones eran la sala de recuperación y el segundo día. Todos los pacientes salían de la sala de cirugía a la sala de recuperación. Allí uno se despertaba sin saber ni dónde estaba , ni por qué. Sin saber cómo me llamaba. Ese lugar era la sede de una angustia metafísica que sonaba a los ayes de todos los que allí estaban.
Después alguien lo rescataba a uno y se lo llevaba para su habitación hospitalaria que, en esos momentos, era lo más acogedor de la tierra. En cuanto al segundo día, las seis veces me ocurrió, era siempre el peor momento, una mezcla de dolor y soledad, una mezcla de impotencia y más dolor.
Salí de la clínica a fines de mayo, después de catorce semanas. Lo que siguió fue aprender a manejar unas muletas , a subir y bajar rampas y escaleras. Siguió aprender a valerme por mí mismo en las rutinas diarias, siguió un intenso tratamiento de fisioterapias para fortalecer los músculos destonificados por tanta quietud.
Cuando me preguntan si sentí rabia reboto en un instante preciso. Ya había salido de la clínica y me dedicaba a aprender a caminar con muletas. Estaba intentando subir una escalera, cuando me caí y rodé cuatro o más escalones . Lloré. Lloré por primera vez. Lloré desconsoladamente. Lloré de impotencia, de frustración. Lloré con la rabia del que creía que podía y no pudo.
Creo que lloré largo rato, hasta que las lágrimas se agotaron y entonces me levanté con rabia, con odio a mí mismo, con desprecio a mi impotencia, y tomé las muletas y subí y bajé las escaleras con el empecinamiento de quien fue derrotado antes. Durante esos entrenamientos me caí otras dos o tres veces y ya no lloré sino que pasé directamente de la caída a la rabia y de la rabia a otra sesión de ejercicios.
Fueron dos meses de reflexión en frío, de mirarme cómo soy ahora. Escribí, la fecha dice mayo/89, un poema titulado Desollamientos : Sin pie mi cuerpo sigue amando lo mismo y mi alma se sale al lugar que ya no ocupo, fuera de mí: no, no hay aquí símbolos, el cuerpo se acomoda a la pasión y la pasión al cuerpo que pierde sus fragmentos y continúa íntegro, sin misterios incólume.
Contra la muerte tengo la mirada y la risa, soy dueño del abrazo de mi amigo y del latido sordo de un corazón ansioso.
Contra la muerte tengo el dolor en el pie que no tengo, un dolor tan real como la muerte misma y unas ganas enormes de caricias, de besos, de saber el nombre propio de un árbol que me obsede, de aspirar un perdido perfume que persigo, de oír ciertas canciones que recuerdo a fragmentos, de acariciar mi perro, de que timbre el teléfono a las seis de la mañana, de seguir este juego.
Estrené mi primera prótesis el día de mi cumpleaños 42, el 28 de julio de 1989, seis meses después de haber volado por los aires. Desde entonces he tenido ocho o nueve (de modo que el chiste del ciempiés será verdad algún día).
Siempre el proceso es el mismo: al principio el aprendizaje en el que mi muñón se acomoda –heridas y dolores de por medio– a la nueva horma. Luego un tiempo, equivalente a la vida útil de la pata nueva, en que convivimos refundidos , ella hace parte de mí, no pienso en ella, me la puedo poner dormido para ir al baño a medianoche, en fin, somos una sola carne, o un solo metal, salvo para meterme en la ducha o para dormir. Porque, sí, adivinaron, suelo dormir a pierna suelta.
*Entre sus libros destacan “Gatos”, “Cuadernos de música” y “Memorias de un hombre feliz”.
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