Comen asado, escuchan confidencias y hasta saben de las infidelidades de sus clientes. Dicen que cuando les tienen confianza, no los cambian ni aunque otros les bajen los precios. A mejores vínculos, más ventas, afirman.
Expertos. De izquierda a derecha, Ariel Aibar y Claudio Fiori, ambos de más de 15 años de profesión como repartidores de agua y soda./JUAN JOSE TRAVERSO
Expertos. De izquierda a derecha, Ariel Aibar y Claudio Fiori, ambos de más de 15 años de profesión como repartidores de agua y soda./JUAN JOSE TRAVERSO
04/11/12
Fue hace poco, un mediodía. César
Darritchon regresaba a la fábrica cuando cruzó a uno de sus repartidores: era
el de la zona de Versalles. Estaba en la puerta de un súper chino, sentado en
una silla de plástico. El chino Juan le servía unas tiras de asado en una mesa
improvisada en la vereda, pegada a la parrillita. El camión y los sifones
descansaban en la calle. Cuando terminó el reparto, Ariel Aibar se acercó a la
oficina. “Me pidió disculpas por lo del chino. Le dije que me encantaba que mis
repartidores tuvieran esa relación con el cliente. Más que un producto,
vendemos un servicio”, recuerda Darritchon, gerente general de El Jumillano.
Cuando el chino tiene ganas de hacer asado lo llama a Ariel, le pregunta en qué
parte del barrio está, y lo invita.
Se estima que quedan 4.000 soderos
. Soderos significa fábricas formales y emprendimientos personales.
Hay que sumar a los repartidores
que tiene cada una y a las relaciones que se generaron, como la de Ariel y el
chino Juan. Una buena fábrica puede tener un promedio de 1.250 clientes para
cada repartidor por semana.
Es el único servicio que se vende
puerta a puerta.
A pesar de la inseguridad, la
tecnología y las nuevas costumbres.
Claudio Fiori lleva 15 años en el
rubro. Su zona es Villa del Parque. Por este trabajo donó sangre para un
cliente, otro le ofreció su casa en Brasil para las vacaciones, y otra se le
puso a llorar durante media hora porque su pareja había suspendido el
casamiento por mensaje de texto. “Te encontrás con gente que quiere hablar;
a veces llegás y el cliente está mal. Muchos nos ven más a nosotros que a sus
familiares. Somos psicólogos”, dice.
Los soderos saben todo del barrio
y de las casas a las que entran.
Consciente, o inconscientemente. Les
pasó de llegar y encontrarse con que la señora de la casa estaba con un amante.
O con maridos que le cuentan que engañan a sus mujeres. Mujeres que los
repartidores también conocen. Ellos sostienen que “ los soderos no tienen
memoria” ; dejan la soda y se olvidan de lo que vieron o escucharon.
“Es muy importante la ‘charla’ que se
da con el cliente más allá de la compra; eso estrecha la relación y la
confianza ”, dice Darritchon. “No lo vemos como una pérdida de tiempo. Son
dos minutos en los que se recuerda algo que ocurrió en la última visita. Los
vendedores más exitosos son lo que desarrollan este vínculo y hacen muy difícil
que los clientes los cambien”.
Cuentan que en el centro de San Justo
los jubilados compiten para tener en sus casas almorzando al sodero de la
zona.
En algunos barrios de Capital, son
los únicos que tienen la entrada permitida cuando no están los dueños. Los
hacen pasar los porteros. Si hay un robo se sospecha de cualquiera pero nunca
de ellos. “Hasta ahora ninguno de nosotros se mandó alguna macana. Pero creo
que uno no podría ensuciar al resto. La gente nos conoce hace años y confía”,
dice Ariel Aibar, el amigo del chino. Lleva 16 años de sodero. Es el único tipo
del mundo que se da el gusto de comer asados cocinados y pagados por un chino.
Y es de Independiente. Un lunes, tras el clásico de Avellaneda, un cliente lo
esperó envuelto en una sábana que decía que era “el fantasma de la B”. “Llegué
a estar hasta media hora hablando con un cliente. Alguno me dijo ‘te quiero
como a un hijo’, y me regaló $ 100 de propina. Es muy loco. Otros les ofrecen
pruebas gratis y mejor precio, pero mis clientes me siguen eligiendo. Cuando me
voy de vacaciones me compran por esas tres semanas”, asegura. Diciembre es el
mes preferido de los soderos. Temporada, las ventas aumentan y buena parte de
sus sueldos es por lo recaudado. Y además, la época de los regalos: sidras, pan
dulce, turrones...
Siete y media de un viernes en
Ciudadela. Claudio y Ariel descargaron sus camiones y hablan con Clarín
. Sus colegas los cargan. Los soderos tienen caras parecidas. Hace más de diez
horas que trabajan. Afuera está la calle. Así define Aibar su profesión: “No es
para cualquiera; tenés que amar la calle. Podés tener una cartera de clientes,
una responsabilidad, pero el horario lo manejás vos. Los soderos somos libres”.
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